sábado, 26 de febrero de 2011
Las palomas de la guerra
Por Pedro Conde Sturla
(El Caribe, el 26 de febrero del 2011)
“Las palomas de la guerra”, de Juan Carlos Mieses, no es una novela sobre la guerra de abril, es una novela sobre la memoria de la guerra que conserva un personaje que no ha vuelto en cuarenta años al lugar de los hechos.
En ese ambiente memorial, memorable y memorífico se produce el choque entre el recuerdo y la realidad, la gran aventura interior -casi onírica- del protagonista que a su regreso se pregunta por el significado, la utilidad e inutilidad de una historia que le tocó vivir de cerca. E incluso por el sentido de su propio regreso.
Todo permanece flotando en una marea de incertidumbre y nada parece quedar claro para el protagonista porque “sólo en el recuerdo las cosas no cambiaban”, y la única salvación posible es no volver la vista atrás -como la mujer de Lot- para no quedar convertido en estatua de sal en el camino de Zoar.
La guerra, las palomas de la guerra, son a mi juicio un mero pretexto de Juan Carlos Mieses para filosofar, para encontrar, como Boecio, consolación en la filosofía. Cualquier otro ambiente le habría sido propicio para contar su historia.
Giovanni di Pietro, un crítico hegemónico, de tipo infalible, como Diógenes Céspedes, lee mal y escribe peor, como de costumbre, y basa su análisis del texto, de todos los textos que analiza, haciendo una lectura, una descripción lineal, cuenta el libro que ya contó el autor con mayor gracia y nunca precipita sus intuiciones críticas, si acaso alguna vez las ha tenido.
El talentoso Giovanni di Prieto, según se dice, aprendió a saludar con la mano derecha a los diez años de edad, toda una proeza intelectual.
La lectura del libro, que remite a una especie de sociología elemental, lo lleva a realizar un descubrimiento asombroso que a su juicio parece ser el tema central de la novela: “La Guerra de abril no fue lo que ahora se celebra, algo exacto en su sentido, sino un período de mucha confusión, una guerra civil en que ninguno de los dos bandos tenía el monopolio de la nobleza y los grandes ideales.”
Quizás los invasores yanquis, a juicio de Giovanni di Prieto, tenían ese monopolio de la nobleza y los que resistíamos en la gloriosa Ciudad Colonial no éramos más que una partida de crápulas, amén de comunistas ateos y disociadores, como en mi caso.
Nada más me interesa comentar por el momento. Simplemente voy a mostrar al escritor Juan Carlos Mieses en pleno ejercicio simbólico y poético de una prosa que en ciertos pasajes da envidia porque es la prosa de un narrador y un poeta que no tiene desperdicio. PCS].
DETRÁS DEL AIRE
(fragmento)
Por encima del bosquecillo de cedros, al otro lado del arroyo, sobresalía el techo de una pequeña iglesia, y tal vez porque necesitaba aferrarme a algo para no caer en el abismo, la blanca visión de la cruz en el tope del afilado campanario -del mismo blanco que las quietas y lejanas nubes en el horizonte, que los cúmulos de nieve amontonados al pie de los árboles- se convirtió en un símbolo de salvación, no contra los peligros de un infierno que nunca supe imaginar, sino contra la tenacidad de unos recuerdos que se negaban a morir.
Habías pasado cuarenta años en un exilio tan innecesario como absurdo y ese día, en un arrebato de primavera, sin entender del todo las razones decidiste enfrentar el pasado en su propio terreno, en esa isla del Caribe donde pasaban tus sueños, donde aguardaban tus demonios. Pero tal vez no importaban las razones.
Elisa estaba muerta.
DOS
Te dejaste arrullar por la nostalgia.
Vo1viste a tu ciudad natal como un triste viajero del tiempo sin sospechar que solo en el recuerdo las cosas no cambiaban, que únicamente en la añoranza era inmutable 1a continuidad del pasado, y por eso, en medio del añejo coro de voces que se elevaba hacia los cielos como un orfeón de ángeles caídos, pensabas en aquella mujer consumida por la imprudencia en el umbral de la salvación, en el remoto camino de Zoar.
Desgarró la noche serena
La sirena de la libertad...
Hubieras podido evitar aquella celada del pasado. El primer día, mientras esperabas el alba en el balcón del hotel como un incierto capitán en su castillo de proa, el paisaje te había mostrado sus máscaras. El parque inmenso, los altos edificios, las oscurecidas copas de los árboles, la hermosa torre iluminada que parecía soñar con alcázares y el horizonte que desteñía sin prisas un cielo azul violeta, escondían detrás de sus transformaciones, de sus torres y de sus arboledas los exactos dominios de tu adolescencia: el antiguo aeropuerto General Andrews. La misma llanura en donde en una idéntica madrugada, cuarenta años atrás, te habías echado de espaldas a escuchar como el viento arrastraba rugidos de aviones fantasmas...
UNA CANCIÓN DESESPERADA
(fragmento)
L as mismas palabras, sobrevivientes de aquellos días tan claros y tan confusos, los mismos ecos de aquellas voces lejanas revoloteaban en la incierta fortaleza de Santo Domingo de Guzmán en donde te había arrastrado la añoranza, y tú, callado para siempre, con la perfecta excusa tallada en la garganta, con tu silencio y tus reminiscencias de desesperanza y de cobardía, creíste despertar de un largo sueño.
Pero no era un sueño. La calle Charles Piet, en la parte alta de la ciudad, seguía siendo una ancha vereda que cortaba diagonalmente las manzanas; hacia el norte, una sinuosa cicatriz de asfalto que atravesaba las cuadras rompiéndolas en pedazos y al final se transformaba aún en un callejón, desgastándose entre patios, cuarterías y matorrales.
Pregonando su gloria inmortal
Y tú, que habías vuelto a la ciudad natal como un triste viajero del tiempo, sin sospechar que solo en el recuerdo las cosas no cambiaban, que únicamente en la añoranza era inmutable la continuidad del pasado; tú, que habías venido a recuperar tu memoria y habías tropezado con una ilusión, con un juego de luces y de sombras, por primera vez en cuarenta años, lloraste.
Lloraste sin pudor, sin remilgos, sin comedimientos. Dejaste que las lágrimas fluyeran libremente de tus ojos, que inundaran tus mejillas y tus labios hasta sentir que se licuaba la sal en la que se había convertido tu alma, y pensaste de nuevo en aquella mujer consumida por la imprudencia en el umbral de la salvación. La imaginaste llorando como tú, liberándose de los salados cristales del castigo divino, caminando hacia el oasis, hacia la vida, en el remoto camino de Zoar. pericopepe@live.com
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