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sábado, 22 de diciembre de 2012

Presentación de Fernando Infante a la novela "La buena familia de Fe Luna" del autor Eduardo Álvarez

Fernando Infante
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Haciendo honor a la conocida frase : “Nobleza Obliga”, me considero en el deber de iniciar mis palabras  expresando   mi  gratitud a Eduardo Alvarez,  por la distinción de entregarme su novela para que hiciera de ella su presentación ante ustedes, cuya presencia no solo significa un respaldo afectivo hacia el autor, sino también reconocimiento al valer de su intelecto que le ha llevado a desarrollar exitosamente  distintas facetas en su  vida, como lo son  el periodismo, las relaciones públicas, la docencia.
Galopando de forma diestra en estas actividades, Eduardo también es un cultivador valioso de la palabra escrita como lo testimonia sus libros publicados y su compromiso con un diario vespertino en el cual escribe  cada semana un artículo donde deja expuestas  sus inquietudes  sobre el acontecer nacional., siempre con una visión culta y   reflexiva, lo que junto a lo anterior   acrecienta  su personalidad social.
“La buena familia de Fé Luna”,  es  el esfuerzo literario más reciente que   en forma de novela nos ofrece ahora  Eduardo Alvarez, y en este texto  expone  un trama que  desde su comienzo  surte el efecto a que  aspira todo escritor:   atrapar al lector; envolverlo  en el argumento de la obra de manera ágil y cálidamente expresiva, todo lo cual encontramos en su novela, en cuya lectura nos hemos envuelto, felizmente, en estos agradables días decembrinos para poder exponer antes ustedes estas palabras de introducción




 
Una calurosa y húmeda mañana   del mes de julio del último año del siglo pasado, Orlando Luna, el personaje principal de la novela y su alter ego, representado por su hermana Grecia, en recuento de la vida familiar comienza a recordar el dramático hecho ocurrido treinta años atrás a otro miembro de la familia: Su hermana menor Fé, cuando todos compartían niñez y juventud en la comunidad de Esperanza.
En la nostálgica memoria  de Orlando van surgiendo claramente  detalles de aquel pueblo de su infancia, aquella querencia  con sus particularidades. Su casa enorme y sombreada  que rezuma la placidez bucólica que  presentaba el pueblo de Esperanza y su exuberancia rural    por   los cuatro ríos que corren en  la  cercanía de esta tierra donde se inicia la llanura del Cibao y que a la vez representa el portal de entrada a la región noroeste del país de contrastes geográficos  y homogeneidad  heroica en la historia nacional.
 Los detalles de aquella cotidianidad en la vida de los Luna acuden al pensamiento   de Orlando,   con un  fresco deleite,  como si aquel mundo sobre el cual ha transcurrido todo el tiempo de una generación biológica no hubiese desaparecido y la  hermosura que él describe con trazos emotivos,   lleva al lector a pensar en que  la  obra  que  ahora nos entrega  Eduardo,  contiene retazos de su pasado, de  una agradable  niñez que  los ofrece  envueltos en la ficción literaria  con una  narración  a veces teñida de  tintes líricos que solo lo impulsan el sentimientos que surge de experiencias íntimas.
La casa grande, en la que fácilmente se podía jugar voleibol entre el comedor y la cocina;  el patio;  extenso y  umbrío  con aquellos árboles frutales enormes,  testigos de la abundancia de esa  tierra pródiga; la valla de  tupidos arbustos de cayena; los dos jardines distribuidos  alrededor de la casa y el olor que por las tardes la invade   el aroma que despiden  las azucenas y las rosas rojas y amarillas.




Aquel cálido mundo familiar en que los  hermanos Luna, junto a sus padres, ven   discurrir sus vidas, con una “candidez saludable”, según dice Orlando mientras desgrana sus remenbranzas con su otra personalidad que es Grecia. Así  van surgiendo  de su memoria en oleadas de nostalgia, la escuela de su infancia, los juegos que entonces les entretenían, los personajes estrafalarios que les divertían y daban colorido al pueblo, como lo era Ricardo; siempre descalzo, “harapiento y glotón de quien la gente se burlaba por su manera de comer con los dedos, chupándose las manos”  . O el “timacle”, alcohólico impenitente  quien no dejaba dormir al pueblo con sus escándalos si no le proveían de ron. O el poeta que gustaba de recitar la “Canción de otoño en primavera” de Darío: “Juventud Divino Tesoro, ¡Ya te vas para no volver/ Cuando quiero llorar no lloro/ Y a veces lloro sin querer.”; otras veces acudía al romanticismo de Bécquer.
De aquel pasado simple, Orlando memora  con un dejo de melancolía  las  caminatas que hacían los domingos en el parque,  y  las  conversaciones,  saludos y risas que intercambiaban en los atardeceres mientras sentados al frente de la casa veían pasar por la calle personas conocidas.
En esa alternancia  de evocaciones,  Orlando, a través de  su alter ego Grecia,   habla de la madre, Leandra Lozano –Lea-  quien a pesar de su sencillez gustaba  hablar de “la realeza de los Lozano”, tal vez  impulsada por un secreto anhelo de poder exhibir un ancestro de los tiempos heroicos en ese pueblo  de Esperanza que vio nacer y crecer a los Lozano, y que sirve de puerta de entrada a la zona noroestana  donde tantas  batallas y revueltas  y dejaron  pródigas  cosechas de héroes y caudillos.
 Tal vez por eso, Lea trata de rescatar “una fantasiosa hidalguía” que le viene de esos tiempos  y  ella idealiza  su bisabuelo Candelario Lozano y su encuentro con José Martí,  como un “general  restaurador” cuando en verdad no pasó de ser un humilde campesino que apenas usó la azada y el machete para el quehacer conuquero. y en cambio, su querencia solo produjo rústicos agricultores, con palos y azadas para la tierra que  no lo cambiaron por el machete y  la carabina libertadora.
Hay un personaje en esta cálida novela de Eduardo Alvarez que no podemos dejar de citar, como lo es  esa muchacha lomera Milagros Ortega quien vive la casa desde que  fue llevada allí muy niña a la cual Jorge, el hermano mayor,  lo puso por mote “la  infalible” y ella se convirtió en una madre sustituta para los niños y compañera de su madre en todos los quehaceres de la casa y compartir el gusto por la cocina y los innumerables platillos  que juntas hacían.
Grecia, en sus recuerdos familiares con Orlando, recuerda  las jocosidades de la infalible; su espíritu alegre y chispeante y las tardes  en que se sentaba junto a los muchachos para contarles cuentos o bailar un remedo de danza oriental en la cual  mostraba una gran facilidad para mover su vientre lo que hacía que los muchachos estallaran en sonoras carcajadas. Para Grecia, “la infalible”  era el  sol de la familia, el mismo sol  que secaba la ropa lavada que ella tendía y que  la purificaba con sus rayos desinfectantes.

Aquella plácida vida pueblerina en que discurre su   familia Luna sufre un sacudimiento abrupto y trastornador a partir del 12 de diciembre de l962, cuando Fé,  de apenas quince años desaparece de la casa sin dejar rastros que condujeran a ella. Y luego de quince días  la encuentran inesperadamente  en condiciones trágicamente deplorables.
La belleza de esta adolescente, su coqueta picardía; la sensualidad, que llevaba a los poetas del pueblo a llevarle continuas serenatas y hasta el cura párroco a apretarle los pezones, hicieron que  muchos de  los comentarios acerca de la extraña desaparición estuviesen  sazonados  con el sarcasmo y la morbosidad.
Orlando, que en aquella fecha de amarga recordación en la familia por las implicaciones que a partir de ahí marcarían  a los  Luna,  apenas  contaba con once años  habla con Grecia, mientras  le viene a la memoria   aquel torrente de recuerdos angustiosos y  todo el trastorno  que perturbó al pueblo de Esperanza, cuando el tío Ramón, valiéndose de su influencia por su poder económico hizo que la policía, para encubrir  un hecho que podría poner al descubierto una  gran podredumbre moral en la familia Luna, condujera    sus pesquisas  hacia   los menos sospechosos  y desprotegidos socialmente de haber tenido que ver con la desaparición de la alegre y veleidosa Fé Luna; y en esos aplicara los métodos y prácticas que  tenían  el sello del abuso y la criminalidad como  identificación en un sistema  degradante de autoridad  que se resistía a desaparecer.
Creo que mis referencias a algunos detalles descritos de manera tan hermosa por la cautivante prosa de Eduardo Alvarez deben terminar y dejar al lector que en su oportunidad se adentre en la lectura que proporciona esta novela, para que encuentre en  los personajes  que desfilan a través de sus páginas,    destellos de la  nostalgia del autor, porque,  como dice  en el epílogo de la obra, “esos testigos privilegiados nos permitieron  adentrarnos y, en cierto modo, divagar detallada y ampliamente, sobe aquellas doradas décadas de los años 50 y 60. Esos  años  que representaron  su niñez y formación adulta cuando surgieron tantos sueños y esperanzas al calor de aquellas expresiones  de “Navidad con Libertad.”
Agradezcamos pues, a Eduardo  por habernos ofrecido como exquisito regalo navideño esta novela “La Buena Familia de Fé Luna”,  que muy bien podemos colocar en la categoría de historia novelada, porque, como  él nos deja saber  en el epílogo,  en esta narración se presentan situaciones y personajes reales  alternando  en completa armonía descriptiva con las creaciones del autor y así lograr mayor riqueza expositiva y   fluidez argumental,
Gracias  Eduardo de nuevo;   y Buenas Noches a todos. Y que el espíritu de la Navidad nos embargue a todos.

Santo Domingo,
20 de diciembre 2012
Museo de Arte Moderno

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