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miércoles, 30 de mayo de 2012

Textos Berlineses de Fernando Ureña Rib



Palabras pronunciadas por el novelista y crítico Roberto Marcallé Abreu en la puesta en circulación del libro Textos Berlineses de Fernando Ureña Rib en el Salón de Cultura de la Universidad APEC el 24 de mayo 2012 .

Cuando concluí la lectura de Textos Berlineses de Fernando Ureña Rib y aún conmovido por ese universo mágico que instauran las palabras, su latir incesante y apasionado como un inmenso corazón que nunca se detiene, debo confesar, con absoluta sinceridad, que me sentí maravillado.

Entonces, por mi mente transcurrieron numerosas ideas. Pensé en la forma prodigiosa como Julio Cortázar escogía y elaboraba sus temas, desde Rayuela hasta Todos los fuegos el fuego. Pensé en el estilo alucinante en que Jorge Luis Borges recreaba y resolvía los grandes enigmas universales en historias como El Inmortal y Funes el memorioso.

No obstante, en el silencio y la soledad de mi estudio, el nombre de un autor que ocupó un lugar importante en nuestra existencia en las décadas de los sesenta y los setenta, se materializó desde la nada, se ubicó frente a mis ojos y entonces ya no quiso salir más de nuestro ángulo de visión.

Giovanni Papini, me dije. Pensé en el impulsivo escritor italiano, en su postura iconoclasta, en el hecho de que atesoraba una cultura excepcional que alumbró libros eternos como ese dechado de meditación que es su Historia de Cristo. Por mi mente discurrió aquel ensayo implacable titulado El crepúsculo de los filósofos, en el que Papini se propuso derrocar de sus tronos particulares a pensadores como Hegel, Heidegger, Spencer, Schopenhauer, a Emmanuel Kant, exponiendo aspectos contradictorios que a su juicio representaban incoherencias imperdonables en sus sistemas e ideaciones sobre la realidad última de la existencia.
La agobiante presencia del pensador italiano me condujo a una de sus más contradictorias e inolvidables creaciones. Me refiero a ese personaje que él bautizó con el nombre de Gog.

Ciertamente, Gog, era un oscuro y misterioso individuo dotado de una curiosidad insaciable. Papini lo describe como un ser que no parecía de este mundo por sus rasgos físicos tan fuera de lo ordinario. Políglota, dotado de una inteligencia sobrehumana y señor de una fortuna infinita, su principal ocupación, hasta donde se sabe, era trasladarse incansablemente de un país a otro, de un continente a uno más lejano.
Sólo que sus viajes no eran inocentes o meras distracciones. Porque Gog se desplazaba a esos lugares, muchos de ellos inaccesibles, con un único propósito: conversar con los hombres vivos más notables de la época, con el propósito de recibir de ellos la luz cegadora de sus ideas, saber de sus amores y malquerencias, constatar sus dudas y resabios.



Estos singulares encuentros se traducían a la vez en historias escabrosas y ejercicios mentales fabulosos, casi siempre matizados por ese sentimiento trágico de la vida de que nos hablaba el pensador español Miguel de Unamuno.

En sus afligidos paseos y entrevistas, Gog tropieza con un mundo de mujeres y hombres raros e impredecibles, casi siempre zarandeados de manera inmisericorde por el destino o por realidades que los superan y contra las cuales se muestran temerosos, abatidos e impotentes. No hay lugar en esos personajes para el desafío o la rebelión que de todas maneras consideran inútiles. Su amarga aceptación es un gesto desbordado por la tristeza y por las dudas.Tan pronto pensé en Papini, en sus personajes, en su peculiar manera de crear ficciones, me sentí en la necesidad de establecer un vínculo con los Textos Berlineses de Fernando Ureña Rib.

Por muchas razones. Principalmente, por esa búsqueda eterna de los abismos de la condición humana que puntualizan sus historias, por esa curiosidad insaciable que se evidencia en sus personajes, por esa infinita sensación de desamparo y muchas veces de infelicidad resignada. Por sus vidas marchitas.

Me viene también a la memoria aquel escritor y crítico inglés del siglo dieciocho, Joseph Addison al que, poco a poco, van cubriendo las brumas del olvido. En un voluminoso ejercicio enciclopédico editado bajo la dirección de Carlos Gispert, se califica a Addison como “ensayista y divulgador”. A su autoría se atribuye la creación de textos literarios que estaban en consonancia con un público, una sensibilidad y unos patrones realmente innovadores para su época.

El estilo de Addison, se revela, “es elegante, claro y preciso”. Su prosa, “es un exponente de lenguaje cultivado, de gusto racional, sutil y decoroso.” Para Gispert, el escritor inglés es “un modelo de lector mesurado y sensible observador de la naturaleza y las artes en el cual se reconocieron las nuevas capas sociales del siglo XIX”.

Viene al caso recordar estos pormenores antes de incursionar en los Textos Berlineses de Fernando Ureña Rib. De estos he de decir que, en la medida en que avanzaba en su lectura, sentía el anhelo, la sed no saciada y la gran curiosidad de seguir escudriñando sus interioridades y desenlaces. Descubrí, como un golpe de ola, una manera culta, elegante y refinada en el manejo del idioma en el que trasciende el íntimo conocimiento de los valores clásicos y sus afanes de universalidad. Descubrí una galería inacabable de seres humanos en una pírrica lucha con una realidad avasallante y un impertérrito e inconmovible destino. Descubrí al pensador que observa intranquilo el devenir del tiempo y la grandeza y el horror de las pasiones humanas.



En el texto Ventanas, para citar un ejemplo, se percibe cuanto ocurre como una escena en la que el narrador va depositando y relacionando los detalles con escrupuloso cuidado hasta conformar una atmósfera en la que se conjugan la sorpresa, una amarga aprensión, una callada angustia: “Cuando desperté”, nos dice, “las puertas y ventanas de la casas habían cambiado”. “Las ventanas del sur se abrían a un paisaje verde y luminoso”. (…) “Grandes multitudes sacudían los brazos, agitaban pancartas, vociferaban y arrastraban sus muertos por el desierto calcinante”. “A orillas del Ganges y del Yangtzé se lavaban las sedas con las que todos se vestían de alegres y vistosos colores”.

En el texto que nuestro autor nombró Muro, el lector siente el vértigo de la nostalgia y el acoso sistemático de la memoria: “Las imágenes me visitan siempre hacia el amanecer. Me veo caminando en un pueblo extraño y antiguo, por callejuelas empedradas, polvorientas y estrechas”. En El paseo, Ureña Rib se sitúa en una óptica en apariencia irreverente al referirse a los milagros de Jesús. Pero no hay tal irreverencia. Es la historia del genio humano colocando los ladrillos de la razón y la ciencia en lo que en su momento parecían misterios indescifrables.

Juan le pregunta a Jesús: “¿Por qué no aprovechas para curar algunos ciegos y leprosos?” Y el hijo de Dios le responde: “No ha llegado mi hora, Juan”. Juan insiste: “Quiero saber cómo realizas esos milagros y estar seguro de que no es magia o brujería”. Jesús le dice entonces: “¿Ves a ese leproso? Pondré las manos en su cabeza y restableceré su sistema celular y linfático hasta el momento anterior al advenimiento de la enfermedad. Si hacen cambios en sus vidas, las personas a quienes sano, pueden vivir muchos años adicionales”.

“Todo está escrito en la célula madre, Juan” dice Jesús. “El resto es cuestión de logaritmos y transmisión de energía. Vendrá un día en que los hombres también podrán leer esa información y hacer milagros”. La historia termina con una sentencia deslumbrante. “Todos los hombres tienen fe. No todos tienen amor. El pecado que aniquila y pudre a los hombres es la falta de amor”.

Los Textos Berlineses son como una de las pinturas del autor plasmadas con paciencia infinita, con una esforzada obsesión por la belleza y el misterio. De ahí la conjunción de detalles, matices y el logro de maravillosos efectos en el manejo diestro de la iluminación.

Beatriz M. Ingram decía que las pinturas de Fernando Ureña Rib “nos seducen tanto por sus imágenes orgánicas como por sus vívidos colores. El rojo vibra con azules y verdes, el ocre se hace oro y las líneas se reiteran en un ritmo de stacatto”.

Ingram nos habla de “mujeres que surgen del selvático follaje tropical. Mujeres que caminan en un mar de yerbas y las curvas de sus espaldas se hacen eco en sus hondas sinuosas. ¿Crecen ellas de la envolvente naturaleza o son absorbidas por ella?”

Es esa preocupación pertinaz que uno siente en un texto como Caminata donde se nos refiere a un “señor Balandrín”, que el escritor describe como “un hombre ilustre, metódico e hipocondríaco” y que, además, “se hizo adicto, desde hace años, a los tratamientos homeopáticos”. Es este sujeto quién procura aislarse del mundo, centrarse en su propio yo y sus menesteres particulares ignorando que toda la vida es la vida y que nadie está libre de sus circunstancias.

“Durante dos horas, Balandrín llenaba sus pulmones de aire puro, entre orquídeas, helechos, araucarias y palmas africanas”. “Afuera”, prosigue, “la ciudad había ido creciendo de manera exorbitante, cundía el crimen y la violencia y los conductores se habían hecho más insensatos, agresivos e intransigentes”. Es en medio de este caos que el señor Balandrín, tontamente, pierde la vida.

La mirada social se inserta en los textos de manera reiterativa y sutil, obligándonos a tomar partido. Mientras Fernando Ureña Rib recrea sus mundos de fábula no deja de tener presente el contexto y la decisiva y terminante influencia de cuanto ocurre y nos rodea. Es lo que apreciamos en el relato titulado Congreso de Antropología cuando se nos dice que “hoy, los pueblos están moviéndose, luego de anquilosarse. Porque las cosas no marcharon hacia aquella elusiva mejoría que nos prometieron comunistas y capitalistas”.
“La tendencia en este globo de ensayo es a decaer” dice a continuación. “El ser humano degenera. Sus líderes mundiales dan lástima. Por suerte, los pueblos se mueven. Por eso hay razón para tener esperanza en que la creación continúe, con pequeños aportes éticos y morales que nos conduzcan a ser verdaderamente humanos”.

Entiendo que mis palabras son insuficientes para abarcar en toda su intensidad estos Textos Berlineses. Debería, con ejemplos, hablar del uso del realismo mágico, como en el relato Secretos, debería referirme con más detalle a esta imaginación refinada y prolífica, debería hablar de la impredecible descripción de la condición humana moldeada por los espantos de la vida en la narración titulada Ana y los peces gordos o el reencuentro con Borges y el Stephen Hawking de “El gran diseño” que adivino en los trabajos Mundos paralelos y Números.

T. S. Eliot decía de James Thurber, autor de “El ciervo blanco”, “Los trece relojes” y “La vida secreta de Walter Mitty” que “su prosa y dibujos representaban una forma de humor que es una manera de decir algo serio”.

“No se trata de crítica de las costumbres, sino de algo más profundo. Sus escritos y también sus ilustraciones son capaces de sobrevivir al medio ambiente y al tiempo del cual emergen. En cierta medida serán un documento de la época a la que pertenecen”.
El mismo Thurbe hablando de sus prácticas en el oficio señalaba que el acto de escribir es una de dos cosas: “O algo que el escritor ve con temor o algo que en realidad le da gusto”.

Encuentro en Fernando Ureña Rib un escritor de estos tiempos, agobiado por una realidad que con frecuencia le parece irracional y misteriosa, sorprendente y compleja. Preocupado siempre por el rumbo por el que ve marchar al ser humano. Sus palabras nos dicen de manera categórica que la manera de librarnos de la tragedia es con el amor, con la toma de conciencia, con el conocimiento, con la búsqueda incansable de la belleza, el bien y la justicia.

Su libro, es un texto admirable, colmado de escenas y personajes maravillosos y deslumbrantes, que nos obligan a reflexionar sobre nuestro destino, el destino colectivo, el destino de la humanidad.

Debo referirme finalmente a una de sus historias que me dejó profundamente conmovido. Yo diría, aunque parezcan solo palabras y no lo son, que esa historia aceleró los latidos de mi corazón y me sumió en una meditación profunda. Me costó dejar el asiento porque cuanto voy a contarles me exigió hacer un examen de conciencia de mi propia vida. Apenas tiene seis líneas y nuestro escritor la tituló Sin reproches. Dice así: “Harto de desamores y abandonos, un hombre hace una cita con una prostituta en un motel de playa. Descubre que el motel ha sido demolido y que quien le espera entre los escombros es su propia hija. Caminan tristes y abrazados lo largo de la playa. Él le dice: “Nunca debí perder tu amor”. Ella responde: “Hoy lo has ganado”. Muchas gracias.

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